martes, 27 de octubre de 2009

Sin estatuilla

Ortega ni se inmutó por las declaraciones de Cáceres, pero sí se sintió mal por su nivel y el penal errado...Entró al vestuario en silencio. Saludó tímidamente y se sentó en el mismo lugar de siempre. Hasta ahí, todo era normal. Una mañana más. Pero no. Cabizbajo, Ariel Ortega no podía disimular su desencanto. Se le notaba en la cara. Y aunque sus compañeros intentaron animarlo, no lo lograron. El "ya está, Ari, ya pasó" se escuchó a cada rato, pero para el Burrito el tema no se había terminado. El penal que Abbondanzieri le atajó en el súper era el culpable de su bajón. Y el causante de que el jujeño se responsabilizara por no haberle dado el triunfo a River.A los 35 años, Ortega esperó el superclásico como un adolescente. Sentía que era importantísimo para el equipo que él le respondiera en un alto nivel. Por eso, a pesar de su conocido perfil bajo, había querido -junto con Gallardo y Almeyda- decirles una palabras a sus compañeros antes de salir a la cancha. Pero la realidad le pegó duro. Desconocido, errante y sin la chispa de siempre, el Burrito jugó uno de sus peores partidos frente a Boca (para Olé, Clarín, Popular, La Nación y Crónica fue de lo peor de River junto con el expulsado Villagra) y, para hacerla redondita, encima desperdició la chance de meterla desde los 12 pasos. Un detalle clave para el Burrito y al que no está acostumbrado. De hecho, el del domingo fue el segundo penal que le atajaron en Primera en Argentina. ¿El otro? El 23 de septiembre del 2001, por la 7ª fecha del Apertura, también en un 1-1, contra Banfield. Antes y después, lo suyo fue irreprochable. Por eso, a pesar de ser uno de los encargados de patear los penales del equipo (contra Independiente lo hizo), el domingo Gallardo aceptó el pedido del Burrito y ayer, lo bancó a full. "Se tenía mucha fe y a mí me pareció lógico dejarlo. Y aunque se lo atajaron, no pasa nada. Seguimos confiando a muerte en él". Y por eso también, apenas Abbondanzieri desvió la pelota al córner, los hinchas de River lo mimaron con el clásico "Orteeega, Orteeega". Y el reconocimiento se repitió cuando el 10 enfiló hacia el túnel, incluso antes de la ovación que le regalaron al Muñeco por su gol y de que el jujeño se aprovechara de la inocencia de Cáceres. Si está para el Oscar como lo candidateó el paraguayo, no le interesa. El Burrito quería romperla contra Boca. Y al final, se quedó sin estatuilla.

Muy mala actuación

Ortega jugó uno de los peores clásicos de su vida: le atajaron un penal, ni pesó y perdió la pelota que terminó en el 1-1. Ah, por una simulación sacó a Cáceres. Almeyda camina la cancha. Capta imágenes, las guarda todas en su disco rígido. Boca todavía no abandonó el vestuario. Busca algo el Pelado, a alguien, mejor dicho. Hasta que finalmente lo encuentra. Llama a un fotógrafo, lo abraza a Ortega, con la popular pintada de rojo y blanco al fondo, y ahí ya tiene la instantánea que cualquier hincha de River querría. El Burrito es eso. El último ídolo, lejos, tal cual lo define Matías.Y lo seguirá siendo a pesar de que haya jugado uno de los peores superclásicos de su vida, por más que las distintas secuencias de ayer, inevitablemente, lo encaminen hacia unos silbidos que son inaudibles.El Burrito jugó con la estatua a cuestas. Esa que tantas veces le sirvió para sacar chapa, para ganar partidos con el apellido y la magia intacta, esta vez fue como una montaña en su espalda. Y ese peso, justamente, no fue proporcional al que tuvo Ariel en el partido. Perdido, ido, fastidioso de a ratos, impreciso casi siempre, desganado, sin chispa. Pidió todas las pelotas, como es habitual en los momentos de fuego, pero en esta oportunidad nadie tenía la garantía de que la cuidaría, de que de la nada inventaría la última sonrisa del clásico. Esta inagotable máquina de generar emociones fue de los rostros más tristes del domingo. Y eso que estuvo a sólo 11 metros de la primera alegría. No pasó inadvertido, por supuesto, Ortega nunca pasa inadvertido. Aunque ya quede lejos, el grito se le asomó en ese penal que le atragantó Abbondanzieri. Lo consoló enseguida Gallardo, primero con una caricia en la cabeza y luego con otra al ángulo del Pato. El jujeño fue el primero que llegó para ahogar al Muñeco entre abrazos, para desahogarse, también él, después de su tropezón. Pero en ese entonces el 10 y su rendimiento ya viajaban por un tobogán enjabonado. Sus piernas, no bien empezado el segundo tiempo, no respondían al ritmo que carburaba su cabeza y, por distintas razones, sin una paralítica, igual pedían el cambio al mismo tiempo que lo hacía el capitán. Sólo su picardía podía salvarlo y así fue en busca del que dejó toda astucia en Asunción. La pica con Cáceres viene de hace rato y Ortega lo volvió a tomar de punto, lo midió, desplegó el manual del mejor Norman Briski y lo sacó de la cancha. Como si fuera consecuencia del plus que suele escupir en las malas, los cuatro minutos más cerebrales de Ariel fueron los que River jugó con uno menos. No le dio para más. En mitad de cancha perdió la bola que terminó en el arco de Vega y al toque le dejó la cinta a Almeyda, que como todos, que pese a todo, seguirá entonando el "Orteeega, Orteeega".